12 AGO 2017 ADENTRO O AFUERA
Por Quintín
ALGUIEN CON QUIEN HABLAR, DE CELINA ABUD (EDITORIAL CRACK-UP)
En la reseña de una novela de Eduardo Levi Yeyati (las novelas de Levi Yeyati suelen ser pesadísimas), Celina Abud termina diciendo que el autor “busca dejar en claro qué debe pensar y sentir el lector con paréntesis extensos y a veces farragosos, que podrían ser leídos como una muestra de inseguridad, como un amante que guía pero deja para el disfrute una única vía posible.” Más allá de que alguien se habrá sentido aludido, es una metáfora curiosa. Sugiere que Abud toma la realidad como referencia última de la literatura y, en ese sentido, no hay nada más real que la intimidad del acto sexual. Pero en Alguien con quien hablar la literatura no solo es un instrumento para dar cuenta de la realidad sino para hacerla coherente, para otorgarle consistencia: así, menos que estar obligada por la realidad, la literatura resulta su garantía.
Alguien con quien hablar, el primer libro de Abud (según la solapa, treintañera, periodista, cantante y compositora), consta de tres relatos largos que se ocupan de la vida cotidiana en Buenos Aires mediante personajes definidos, completos, nítidos: Abud es una escritora que trabaja. Y, en particular, trabaja en el retrato de sus creaturas a las que trata invariablemente bien, lo que es de agradecer.
Los tres relatos son muy diferentes entre sí. El primero, “¿Hace cuánto que nos vemos?”, es el más ambicioso. Varios personajes toman la posta para narrar la educación sentimental de Florencia desde sus años de colegio secundario hasta los cuarenta. Florencia empieza siendo una chica acomplejada por su situación social y termina integrándose como arquitecta en el mundo de los que no tienen grandes preocupaciones económicas (el mundo de Alguien con quien hablar es una clase media de profesionales, empresarios y artistas, una clase tal vez demasiado sólida y desfasada en el tiempo). Así toman la palabra un adolescente tímido que recibe un desdén olímpico por parte de Florencia, un esnob que será su primer amante y luego su amigo, un artesano que será su gran amor y la dejará inesperadamente, una amiga lesbiana que asiste a lo que tal vez sea el nacimiento de la costumbre de Florencia de levantar hombres en los bares, un ejecutivo tan curtido como ella en el sexo y la indiferencia afectiva con el que tal vez forme una pareja. Abud describe cada situación con seguridad: son historias vívidas y pintan un mundo en el que el deseo es el motor de la acción y una sutil amargura el resultado. Cada episodio es redondo, potente. El conjunto debería ser mejor, pero la estructura que apunta a trazar el retrato final del personaje se resiente por su mismo propósito, el de dar cuenta del todo, eterno problema de la literatura que intenta dejar las cosas en su sitio y ordenadas. Así, Florencia madura por la necesidad que tiene el relato de que sea una más de las personas de su edad, sexo y condición, porque Abud entiende que el escritor debe saber cómo es el mundo mientras que los personajes están a ciegas y son conducidos a su destino por un autor que se parece demasiado al famoso amante que guía y no deja alternativas.
El segundo relato, “Las agujas”, se aleja un poco de la intimidad y viaja hacia la sociología. Dos estudiantes de comunicación a punto de graduarse (uno de treinta, otro de cuarenta) comparten pensamientos y experiencias (narradas en forma de monólogos, chats, mails y conversaciones transcriptas) sobre tatuajes. Abud sabe de qué habla, como sabe de qué habla cuando se ocupa de música o de cócteles. La evolución del lugar del tatuaje en las costumbres se describe en paralelo con la de las comunicaciones, la información y la memoria. El texto incluye referencias teóricas que hacen a la monografía que los estudiantes están preparando y termina con un párrafo en bastardilla que podría ser la conclusión de ese trabajo.
Ese viraje de lo concreto hacia lo abstracto se completa en el tercer relato, cuyo título es el mismo del libro. La historia empieza cuando la protagonista, que bien podría ser Abud misma, se encuentra con esvásticas pintadas en el ascensor de su edificio. Intenta borrarlas o pegarle calcomanías encima, pero su adversario persiste en el vandalismo nazi. A partir de las esvásticas, la narradora habla de su infancia, de su familia, de su padre muerto, de sus amigas, de su ex novio y ahora amigo, un militante peronista (muy cuadrado el pobre). Pero Abud se interesa por la gente, tiene pocos rencores y está dispuesta a escuchar para entender la cuestión de las esvásticas y, de paso, a sí misma. Por intermedio de su madre, conoce a Damián Karo, rabino progresista del templo de la calle Libertad que le suelta un discurso sobre la tolerancia (bastante aburrido, todo hay que decirlo) y termina conversando con el escritor Juan Terranova, con el que sintoniza en una buena frecuencia y graba una conversación en la que Terranova declara que los nazis son hoy unos simples perdedores, bastante inofensivos. Si alguien necesita aclarar los argumentos de Terranova, puede consultar el libro de Abud, que es muy respetuosa con el discurso de sus interlocutores. Al final, el cuento vuelve a la familia y Abud imagina que su padre la impulsa a escribir. Y eso está haciendo, evidentemente, con este libro amable que tantea en la oscuridad y recorre sus vacilaciones con paso firme.
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